
Las mujeres (sí, sólo había mujeres en aquellas mesas enormes), embuzadas de pies a cabeza con gruesos delantales de plástico y guantes y botas altas de goma, cubiertas sus bocas con mascarillas que no les impedían cotillear a grito pelado, cogían y despedazaban aquellos bichos ya sin plumas pero todavía calientes, y separaban higadillos y mollejas, alas para una caja, contramuslos y muslos también separados, las pechugas aparte. Los ejemplares que se salvaban completos, eran retirados a las enormes cámaras frigoríficas en espera del camión para el reparto.
Yo llegaba el sábado de once a doce. Cuando me retrasaba ya no había mujeres trabajando, sólo el olor, el agua por todos lados y la máquina inmóvil, con los sujetapollos meciéndose en una cadena que se hacía casi interminable. Entraba tímidamente, pues a pesar de las veces que había ido no conseguía no sentirme amedrentada en aquel lugar. Me sabía muy bien lo que tenía que decir, pues mi madre se esmeró en que me lo aprendiese al dedillo, para evitarse problemas: "Dos pollos, por favor, que sean medianos.. y frescos".
El encargado me miraba siempre con cara divertida, a pesar de la seriedad que intentaba yo inculcar en la representación teatral y que sólo me hacía parecer una niña revieja. "Que no te engañen hija mía", me había dicho mi madre. Muchas veces tenía que acompañarlo más allá de la entrada, hacia las cámaras, donde parecía entretenerse en escoger dos de los mejores, para que pesasen algo más del par de kilos la pareja. Luego los ponía en una de la balanzas, vigilado muy de cerca por mis desconfiados pero sobre todo curiosos ojos, los envolvía en un cartón grueso y me los metía en una bolsa que yo llevaba preparada, pues allí no tenían. Luego apuntaba el peso en otro trozo de cartón y me enviaba a las oficinas, con entrada aparte, donde me sentía casi más intimidada. Creo que era el olor, había un contraste tan abrupto que era imposible no darse cuenta. Aquella oficina olía más fuerte que el matadero. No era desagradable, una mezcla de papeles, máquinas de escribir, perfume de los escribientes y contables, no recuerdo ningún ordenador!!, oficinistas al fin. Siendo trabajadores de la misma empresa era evidente que eran "de otra clase". Estaban separados físicamente y olían muy diferente. Supongo que eso era lo que me intimidaba. Con algunos años de ensayo la más antigua del lugar consiguió ofrecerme una sonrisa de cortesía cuando entraba allí con mi bolsa y mi cartoncito demandando la cuenta. Tecleaba con destreza aquella pequeña expendedora de tickets que hacía un ruido adorable. Me hubiese encantado jugar con ella, aquel chapoteo de teclas que siempre conseguía hipnotizarme brevemente, por no hablar del rodillo que hacía girar el papel que con magia escupía. Deseaba que se equivocase para que tuviese que repetir la cuenta.
Era otro abrupto contraste: el monstruo de la nave Vs la pequeña y encantadora calculadora-expendedora de tickets...
Todos los domingos se comía pollo asado en mi casa. Con puré de patata o spaguetti. Pero esa, ya es otra historia...
Cada vez me divierto más buscando bandas sonoras que amenicen mis entradas. Esta es una estupenda parodia, de un tema de los Talking Heads del año 1977, poco antes de que fuese a buscar mi primer par de pollos al matadero...
Y esta es la versión original:
Si alguien conserva alguna macabra curiosidad sobre cómo se mata a los pollos puede leer esta interesante entrevista a un matarife de pollos.